jueves, 26 de noviembre de 2009

Los ojos dormidos



Oliver se solía sentar en un rincón de su habitación, en el suelo, a escuchar los sonidos de cada día. Abría la ventana y cerraba los ojos. Tenía siete años y hacía dos que no podía ver nada.

Una mañana se levantó y al abrir los ojos se dio cuenta de que continuaba en la oscuridad. A partir de ese momento, aprendió a imaginarlo todo. Imaginó las lágrimas de madre, los lamentos de su padre, se inventó las caras de los médicos que le “estudiaron” sin cesar durante aquella temporada, se esforzó por no olvidar todo lo que hasta entonces había podido ver. Los colores, las formas, los muebles de su casa, los parques de su ciudad, sus juguetes, todo lo que formaba parte de su pequeño mundo.

Hasta que un día, un sonido nuevo entró por la ventana. Era música, la música más dulce y cariñosa que había escuchado nunca. Y una voz le habló. Era una voz diferente, pero suave. La música le trajo muchos recuerdos. Por unos instantes, pudo ver el mar, el sol, las nubes, el arco iris. Pudo ver a su madre sonreír de nuevo y pudo tocar la felicidad con la punta de sus dedos.

La voz venía del otro lado de la ventana y se ofreció para hacerle ver un ratito cada día.

Así cada mañana, Oliver esperaba, quieto, a escuchar de nuevo la voz de aquel violín, que con su música, le contaba todo lo que ocurría fuera de las sombras y le hacía soñar que de nuevo podía verlo todo.

Y así ocurrió hasta que un día, al despertar, Oliver volvió a abrir los ojos y se dio cuenta de podía ver de nuevo. No acertó a pronunciar palabra. Solo pensó en contárselo a su amigo el violín. Se sentó en el pequeño rincón y esperó con los ojos cerrados, pero el violín no llegó. Entonces, una lágrima recorrió su cara, despacio, hasta caer en el suelo. Oliver la miró y la vio. Entonces, comprendió que su amigo estaría en algún otro lugar, guardando el sueño de otros ojos dormidos.
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¿Qúién ha dicho que la música no vende?